Todos los días y a la misma hora bajaba del ómnibus, corría tres cuadras, cruzaba el puentecito de madera y entraba al villordo donde supuestamente vivía.
El barrio de los muertos siempre estaba a oscuras y las tres cuadras del paredón del cementerio, por donde ella corría, eran iluminadas por unas lastimosas lamparitas.
Cuando bajaba del ómnibus sacaba de su bolsito azul un par de zapatillas blancas sin cordones, con la parte del empeine elastizadas y suela de goma, que cambiaba por los zapatos negros y así emprendía su carrera.
El problema era cómo hacerme conocer, si hablarle cuando bajaba del ómnibus, correr con ella las tres cuadras o esperarla en el puentecito; Decidí por la primera.
Desde la ventana del bar la vi bajar, me apuré para encontrarla y cuando crucé la puerta se atravesó en mi camino el gordo Meneses que me agarró del cuello y me pidió muy amablemente que le pague lo que le debía o me rompía el cuello, como pude le dije que en pocos días la deuda estaría saldada y me apretó un poquito más como para que la promesa sea cumplida y me despidió con un golpecito en la espalda seguido de un empujón que me hizo hervir la sangre y hacerme sentir un don nadie, cerré los ojos, apreté con fuerza la sevillana que tenía en el bolsillo del saco y pensé que ya lo iba a encontrar de madrugada en algún lugar solitario y de espaldas, porque al gordo Meneses había que matarlo de espaldas. Cuando abrí los ojos ya iba por la segunda cuadra y a los piques.
Anochecía y enfilé para el hipódromo. En el viaje en colectivo no hice otra cosa que pensar en ella.
Al llegar, los muchachos del bar ya estaban cómodamente sentados en las tribunas. El gordo Meneses apoyado en la baranda relojeaba toda la popular en busca de algún deudor o algún futuro cliente, al verme se tomó disimuladamente el cuello con una mano.
Me senté sin decir nada al lado de Tito, El Tano, Birucho y el flaco Clemente.
Tito, sin mirarme y sin sacarce el cigarro de la boca me preguntó surrando ¿la alcanzaste? Me quedé callado. Juntamos los pesos que teníamos y le apostamos al cinco (Vira-Vira), un caballo brasilero que lo corría el santiagueño Marito Escobar. Mala combinación, acotó el gordo que seguía apoyado en la baranda y no me sacaba la vista de encima. Salió séptimo.
Birucho se la agarró con Tito por el mal dato de la fija. El flaco Clemente decía que todo era por la mala alimentación del animal, que si le daban para cuidar un pura sangre lo trataría mejor que a un hijo y le daría de comer sólo pasto mezclado con pan rallado, nada de complementos vitamínicos, y de tomar agua de aljibe con tortuga.
El gordo seguía apoyado en la baranda, esta vez mirando hacia la pista. Salté hacia al pasillo y sin decir nada me fui para la pensión.
Se adelantó Santa Rosa, dijo la vieja del kiosco. La tormenta ya se había desatado y me estaba empapando bajo el techito de lata. No me quise acercar al bar por miedo al gordo. De pronto la veo bajar del ómnibus, abrir su paraguas, cruzar la calle y bajo los árboles cambiarse con cierta dificultad los zapatos.
La primera calle la seguí a diez metros, di gracias a la lluvia porque esta vez no corría pero daba unos pasos cortitos y muy rápidos que parecía no tocar el suelo. La lluvia y el viento me hacían caminar encorvado y con las manos me agarraba las solapas de saco, en la segunda calle me acerqué justo cuando se le volaba el paraguas, corrí para alcanzarlo y al devolvérselo estaba hecho pedazos y embarrado, me dio las gracias riéndose casi a carcajadas. Pude ver sus ojos de cerca, su boca enorme y mojada por la lluvia me hizo acordar a la mujer de la propaganda en una revista. Abrió el bolsito azul y sacó un pañuelo bordado, lo paso por mi frente y luego por mis labios secándome la fría lluvia de agosto. Le tomé la mano y la puse sobre mi pecho, me abrazó y me sentí a gusto.
Su bolso había quedado abierto y cruzado sobre su espalda, dentro veo un sobre que posiblemente guardaba plata. La agarre de los pelos y le corté la garganta de un solo tajo, salí corriendo, abriendo el sobre y contando trescientos pesos que serían de su sueldo.
Llegué al bar le pagué cien pesos al gordo Meneses que muy amablemente me invitó una cerveza.
Cuando quise agarrar el vaso me di cuenta que tenía el puño cerrado, apretando un pañuelito bordado con aroma a jazmín.
Pena (L7s7)
1 comentario:
Muyyyy bueno Pena,compartimos algo del relato juntos con Daniel, pero cada uno decidió leerlo a solas y disfrutarlo como hacé años cuando llegaban los mail de Los 7 Samurais y no sabíamos con qué "joya" nos encotraríamos al abrirlo o porqué sensaciones o sentimientos pasaríamos en esa oportunidad.Ahora fué igual. Siempre el misterio te rodea y nunca podemos imaginarnos el final hasta leer todo el relato. Gracias por "volver" Cariños
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